Un objetivo loable
Empecemos por una premisa inexcusable: uno de los ejes sobre los que ha de pivotar la política legislativa en materias sensibles es la exigencia de preservar valores fundamentales como la salud pública o la biodiversidad, con el fin de prevenir daños que los lesionen de manera inaceptable.
Se trata de un objetivo fundamental, sobre el que hoy nadie duda, y que se ha venido consolidando a lo largo de las décadas, inicialmente mediante la incorporación a las leyes de criterios de protección muy básicos, para ir perfeccionándose paulatinamente hasta erigirse en verdaderos principios rectores de la acción política de los estados de derecho, lo que ha permitido denegar o condicionar fuertemente las actuaciones identificadas como potencialmente lesivas para intereses colectivos dignos de protección, entre ellos el medio ambiente.
La irrupción del “principio de precaución”
Sin embargo, con el tiempo se fue constatando que decidir únicamente sobre la base de la existencia de un riesgo previamente identificado no siempre resultaba útil, al existir una franja difusa constituída por productos o actividades sobre cuya eventual lesividad no hay una constancia científica plena, pero que generan dudas razonables sobre su futuro impacto como efecto combinado de su novedad y de la consiguiente falta de datos al respecto, a la luz del estado de la ciencia en el momento en que son sometidos al proceso de autorización.
En tales casos, durante mucho tiempo las autoridades tendían a autorizar, dado que el producto o la actividad en cuestión cumplían las prescripciones legales establecidas, no había base legal para impedirlos, y revestían por otro lado un indudable interés socioeconómico. No tenían alternativa: tratándose de actos administrativos reglados, la prueba de la lesividad correspondía a la administración, que solo podía oponerse en caso de que el riesgo fuera conocido y cierto.
Sin embargo, una sucesión de episodios lamentables en el ámbito de la salud pública, de los que resultaron daños graves que no habían sido advertidos por falta de conocimiento científico previo, y la alarma social que se desencadenó en consecuencia, llevaron a introducir un criterio de gestión administrativa de la salud colectiva mucho más exigente, exactamente el opuesto al tradicional: frente a la antigua premisa de que la administración probara que una determinada sustancia o producto era peligroso para poder denegar su autorización o retirarlo en su caso del mercado, se pasó a obligar al productor a demostrar que era inocuo antes de iniciar su comercialización.
Es el principio de precaución, que como se ve nació para proteger a la población frente a riesgos catastróficos o que afectaran directamente a la vida e integridad física de las personas. Andado el tiempo se ha ido extendiendo a otros valores, caso de la gestión medioambiental, para la cual se readaptó su formulación en los siguientes términos: si existen dudas razonables sobre posibles efectos adversos de la actividad propuesta por el promotor de un proyecto, las autoridades podrán impedirla aun cuando no exista una certeza científica absoluta de su riesgo potencial.
Se invierte así la carga de la prueba, de manera que en lugar de probar la administración que la actividad es lesiva, el promotor debe probar que no lo es. Eso sí, todo ello en el marco muy específico del sistema de gestión ambiental, que -no debe olvidarse- permite que la administración valore caso por caso el balance coste/beneficio de un proyecto o actividad y pueda autorizar legítimamente un determinado coste ambiental en atención al beneficio socio económico colectivo que la actividad reporte, previa implantación en su caso de medidas correctoras y/o compensatorias.
Su delimitación en los instrumentos internacionales
Centrado así su origen histórico y su definición básica, el problema es la delimitación precisa de su alcance, es decir, de los factores que han de concurrir para que las autoridades puedan esgrimir el principio de precaución con objeto de denegar el ejercicio de una actividad económica que por lo demás es tan legítima como necesaria. Y aquí nos hallamos ante una cuestión no resuelta, un terreno resbaladizo en medio del cual proliferan decisiones (e indecisiones) administrativas basadas más en el temor difuso e injustificado a la reacción de determinados sectores que en criterios técnicos y científicos contrastados, cuando éstos debieran ser el fundamento prioritario de la acción administrativa en un estado de derecho solvente. Sobre todo si nos paramos a analizar con rigor la definición y el alcance exactos del principio de precaución allí donde está, y a donde por tanto debemos ir a buscarlo: en los instrumentos internacionales que lo estipularon, que le confieren su indudable legitimidad, y de los que traen causa las leyes ambientales internas de los estados luego promulgadas con base directa en ellos.
La «Cumbre de la Tierra» y sus sucesores
Pues bien, aun cuando se llevaba construyendo desde tiempo atrás, hay consenso en que el hito fundamental de la generalización del principio de precaución al terreno medioambiental es la «Cumbre de la Tierra» de Rio (1992), que en su definición del principio lo delimita precisamente en los siguientes términos, de una manera tan clara y unívoca que sorprende la confusión con que se ha venido interpretando después: «Para proteger el medio, las medidas de precaución han de ser ampliamente adoptadas por los Estados, según sus capacidades. En caso de riesgo de daños graves o irreversibles, la ausencia de certeza científica absoluta no debe servir como pretexto para retrasar la adopción de medidas efectivas tendentes a prevenir la degradación del medio»
“Ausencia de certeza científica absoluta” del riesgo… Unas palabras clave que constituyen el criterio sustancial tomado luego como modelo por todas y cada una de las múltiples convenciones internacionales posteriores a Río para formular sus respectivas definiciones del principio de precaución, ninguna de las cuales ha ido más allá de esa delimitación, precisa y razonable, de un principio que por sí solo ya resulta suficientemente restrictivo y protector en los casos en que está justificado, sin necesidad de distorsionarlo con interpretaciones maximalistas.
A modo de ejemplo:
«Convención de Naciones Unidas sobre los cambios climáticos» (1992):
_ «Incumbe a las partes tomar medidas de precaución para prever, prevenir o atenuar las causas de los cambios climáticos y limitar sus efectos nefastos. Cuando hay riesgo de perturbaciones graves o irreversibles, la ausencia de certeza científica absoluta no debe servir como pretexto para diferir la adopción de tales medidas”
«Convención revisada sobre la protección del medio marino y del litoral del Mediterráneo» (Barcelona, 1995):
_ «... para proteger el medio ambiente y contribuir al desarrollo sostenible de la zona del mar Mediterráneo, las partes contratantes aplican, en función de sus capacidades, el principio de precaución, en virtud del cual, cuando existan amenazas de riesgos graves e irreversibles, la ausencia de certeza científica absoluta no debería servir como argumento para retrasar la adopción de medidas eficaces en relación a su coste tendentes a prevenir la degradación del medio»
Y esa precisa delimitación legal del principio, proporcionada y medida, no solo rige para la protección del medio ambiente, sino que es también el criterio seguido para el más sensible de los valores a proteger, la salud pública, tal como vemos en la «Convención de Cartagena sobre la prevención de riesgos biotecnológicos» (Montreal, enero de 2000), que una vez más calca la definición de Río al establecer como base de la acción administrativa la ausencia de pruebas científicas sobre los efectos potencialmente dañinos de, en este caso, los organismos genéticamente modificados (sobre cuya base, por ejemplo, ha mantenido la Unión Europea su oposición a la importación de transgénicos norteamericanos):
_ «La ausencia de certidumbre científica, debida a insuficiencia de las informaciones y de conocimientos científicos pertinentes referidos a la importancia de los efectos desfavorables potenciales de un organismo vivo modificado (...) no impide que, cuando está destinado a la alimentación humana o animal o a ser transformado [puedan tomarse decisiones sobre su importación] para evitar o reducir al máximo los efectos desfavorables potenciales»
«Resolución de Niza»: la legitimación del equilibrio sostenibilidad-desarrollo
Partiendo del mismo criterio delimitador, la Asamblea del Consejo Europeo celebrada en Niza en diciembre de 2000 adoptó una importante resolución en la que redefinió el alcance del principio de precaución, dando una vuelta de tuerca muy explícita en favor del equilibrio entre medio ambiente y desarrollo, al añadir un factor tan lógico como a menudo desechado desde posicionamientos ambientalistas radicales: en la toma de decisiones administrativas no sólo juega el factor ambiental sino que se ha de tener en cuenta y sopesar el interés socio económico del proyecto o la actividad sometidos a consideración:
_ «Cuando una evaluación pluridisciplinaria, contradictoria, independiente y transparente, realizada sobre la base de datos disponibles, no permite concluir con certeza sobre un cierto nivel de riesgo, entonces las medidas de gestión del riesgo deben ser tomadas sobre la base de una apreciación ‘’política’’ que determine el nivel de protección buscado. Dichas medidas deben, cuando es posible la elección, representar las soluciones menos restrictivas para los intercambios comerciales, respetar el principio de proporcionalidad teniendo en cuenta riesgos a corto y a largo plazo, y por último ser reexaminadas frecuentemente de acuerdo con la evolución de los conocimientos científicos»
Con esto, Niza nos está diciendo tres cosas:
1 | En un expediente de autorización con implicación ambiental es lícito analizar, ponderar y eventualmente priorizar la incidencia socio económica de la actividad o el proyecto evaluado.
2 | La decisión final debe partir de una evaluación independiente, lo que da pie para separar ciencia e ideología y sopesar el mayor o menor sesgo de las afirmaciones de cada cual.
3 | Las decisiones no tienen por qué ser excluyentemente técnicas: la autoridad pública está legitimada para definir con criterio político, en el sentido más noble del término, el nivel o grado de protección y las medidas ambientales que considere más convenientes para el interés general (análisis coste-beneficio).
De hecho, ése es precisamente el objeto de la acción de gobierno, con su instrumento específico en el ámbito de la gestión del medio ambiente: las medidas protectoras, correctoras y compensatorias de la declaración de impacto ambiental.
El Consejo Europeo propugna, pues, una línea equilibradora que, en efecto, no es nueva. Ese reconocimiento de la potestad de las administraciones para ponderar el factor económico y el legítimo derecho al aprovechamiento sostenible de los recursos naturales está presente de modo muy claro en la práctica totalidad de los convenios y tratados ambientales más relevantes, desde la Convención de Naciones Unidas sobre los cambios climáticos de 1992 («… las políticas y las medidas referidas al cambio climático requieren una buena relación coste/ eficacia, de manera que garanticen las ventajas globales al más bajo coste posible»), hasta la Conferencia de las Partes del Convenio sobre la Diversidad Biológica de 2000 (Recomendación V/10: “El enfoque ecosistémico debe procurar un equilibrio entre la conservación y el uso inteligente de los bienes y servicios del ecosistema”), por no hablar de normas tan importantes como la Directiva 92/43/CEE (Directiva Hábitats) cuyo artículo 6.4 dejó asentada la posibilidad de que los estados autoricen intervenciones en Red natura en los casos y bajo las condiciones que detalla.
Reincidiendo en esa idea, en fin, la «Comunicación 2000/0001 de la Comisión Europea sobre el recurso al principio de precaución » dejó unívocamente claro que las instituciones de la Unión Europea son conscientes de hasta qué punto la eventual extensión interpretativa del principio de precaución puede derivar en una injustificada parálisis de la actividad económica, dejando bien clara su visión restrictiva del principio, su delimitación conforme al criterio de Río, y en cualquier caso la necesidad de conciliar la preservación de los valores protegidos con las libertades de los ciudadanos y la actividad empresarial:
_ “1. La cuestión de cuándo y cómo utilizar el principio de precaución está suscitando intensos debates y dando pie a opiniones divergentes y, a veces, contradictorias, tanto en la Unión Europea como en la escena internacional. Los responsables políticos se enfrentan constantemente al dilema de encontrar un equilibrio entre la libertad y los derechos de los individuos, de la industria y de las empresas, y la necesidad de reducir el riesgo de efectos adversos para el medio ambiente y la salud humana, animal o vegetal. En consecuencia, encontrar el equilibrio correcto para que puedan adoptarse medidas proporcionadas, no discriminatorias, transparentes y coherentes, exige un proceso de toma de decisiones estructurado que cuente con información científica pormenorizada y con otros datos objetivos”
Ejemplos de interpretación extensiva del principio
Pese a todo lo dicho, que no se basa sino en los convenios medioambientales más importantes, la experiencia nos indica que nuestras administraciones caen a menudo en una interpretación maximalista y, en ocasiones, injustificada, del principio de precaución. ¿Y cómo lo hacen? Desoyendo parte de los criterios de delimitación fijados en las convenciones internacionales que hemos reseñado, en dos de sus aspectos clave:
a. Por una parte, frente a la vinculación del principio de precaución con el factor de la existencia de duda científica sobre el riesgo, optan a menudo por denegar solicitudes que perfectamente podrían ser estimadas en la medida en que están amparadas por datos, conocimientos y herramientas de gestión ambiental que una gran mayoría de expertos consideran seguros, con un grado de probabilidad próximo a la certeza.
Mientras, en el otro lado no se aportan estudios capaces de sustentar una certeza que, aunque no sea absoluta porque los instrumentos internacionales no la exigen, sí tenga al menos un sustento científico coherente y fundado, más allá de un apriorismo crítico huérfano de datos contrastados y concretos.
Y ello sin contar, además, con la garantía adicional proporcionada por los programas de vigilancia ambiental, que son capaces de identificar en tiempo real cualquier desviación en los parámetros de control establecidos, ordenar su inmediata corrección, y en casos extremos sustentar la paralización de la actividad si ésta resultare lesiva.
En otros casos, se pretende situar en un mismo nivel datos evidentemente sesgados o carencia de estudios fiables, con informes contrastados provenientes de entidades más solventes. Y el resultado está servido: queda expedita la vía para denegar la actividad con base en informes carentes de los requisitos de independencia y coherencia científica, irrumpiendo así una concepción maximalista del principio de precaución.
b. Y por otro lado, frente al derecho a sopesar la incidencia socio económica positiva en la evaluación administrativa de los riesgos y eventuales daños al medio, se tiende a aislar el factor ambiental y proscribir la legítima ponderación de cualquier otra consideración, con simultánea aplicación de la interpretación más extensiva del principio de precaución.
Pues bien, en ambos casos nos parece claro que semejante actitud está desbordando por exceso el criterio de Río, siempre que se presenten proyectos sustentados en una evaluación de impacto ambiental que garantice la sostenibilidad de la interacción de la actividad con el medio con base en un conocimiento científico ponderado y solvente, que a la postre permita confiar en que no va a provocar un daño ambientalmente inaceptable sobre el medio receptor y el ecosistema en su conjunto.
Porque en esos casos estaremos ante supuestos en los cuales no existe la incertidumbre científica, entendida al modo de Río, es decir, como el desconocimiento de los posibles efectos lesivos que la actividad propuesta pudiere conllevar para el medio, al no existir estudios científicos independientes y fiables que aporten un cierto grado de certeza científica (aunque éste no sea absoluta) que permita prever fundadamente que la actividad pueda ser ecológicamente dañina.
Es el caso de factores de estrés ambiental tan bien conocidos como la cuantificación de la excreción de los animales en cultivo, la predicción del comportamiento y efectos de los procesos dispersivos, la oxidación sedimentaria o las posibles variaciones en los nutrientes de la columna de agua o de la pluma de un vivero; todo ello susceptible de seguimiento y control a través de la monitorización correspondiente.
Con industrias bien gestionadas, en tales casos, no existe otro motivo de oposición que una interpretación sesgada, recelosa, cuando no abiertamente hostil por principio, en contra de las actividades productivas. Se trata de postulados con una fuerte base ideológica que todos (Administración incluída) debemos dar por descontadas en la medida en que siempre van a existir, por cuanto consideran que sectores como la pesca extractiva o la acuicultura son un anatema a destruir.
Un factor que debería ser tenido en cuenta caso a caso por las autoridades y sus técnicos a la hora de poner en la balanza las valoraciones e informes que tienen sobre la mesa, por ejemplo para decidir sobre cuotas de pesca o resolver un expediente de otorgamiento de permisos de actividad, lo que convenciones como la de Niza legitiman al destacar el factor independencia en las evaluaciones de los informes en liza.
Hay gran cantidad de ejemplos en los cuales los subsectores vinculados al mar, como la pesca de captura, la acuicultura o en algunos aspectos el mejillón, reciben en este tema un tratamiento desproporcionado y discriminatorio respecto de otras actividades económicas.
Empezando por la piscicultura, resulta habitual asistir a la indecisión de las autoridades, sin más explicación en general que el temor infundado. Buen ejemplo son las limitaciones que a menudo se imponen a solicitudes razonables y razonadas de siembra de alevines: aquí concurren empresas solventes, con muchos años de experiencia y un historial de cumplimiento de su declaración de impacto ambiental impecable, que en un momento dado solicitan permiso para una siembra de alevines para una biomasa futura que es calificada de segura, dentro de la capacidad de absorción del medio receptor, por los estudios que aportan con la solicitud, basados en modelos científicos predictivos reconocidos internacionalmente (tipo MERAMOD, DEPOMOD, CSTT, ShellSIM, TRIMODENA, BNRS, EDMA, KK3D, MOM, etc.).
Se trata de modelos reputados, la mayoría ideados en centros tecnológicos y universitarios independientes, que para un observador medianamente imparcial dejan acreditada con un margen de certeza muy elevado la sostenibilidad del proyecto, que además:
- Vendrá controlada a través de los preceptivos planes de vigilancia ambiental;
- garantizada por mecanismos alternativos de control de la carga más adecuados (como las toneladas despescadas, el pienso administrado, etc.);
- y asegurada con mecanismos de reacción administrativa que pueden llegar a la clausura de la instalación.
Se cumple así el criterio de Río y demás convenciones en la materia, que como hemos reiterado establecen el principio de precaución para los casos en los cuales hay dudas sobre la sostenibilidad de la actividad proyectada. No cuando ésta es ambientalmente previsible y entra dentro de los márgenes de sostenibilidad establecidos.
Lo vemos más gráficamente en el siguiente cuadro (Tabla1).
También en materia de acuicultura, aunque relacionado con la presencia de toxina lipofílica, la industria del mejillón ha visto últimamente cómo algunas administraciones dan prioridad a resultados analíticos supuestamente positivos hallados en el extranjero por laboratorios carentes de acreditación, con metodologías en cocido muy discutidas, y en expedientes a los que los productores autóctonos ni siquiera pueden acceder para defenderse o solicitar una contra analítica.
Con ello, se está situando al mismo nivel analíticas no acreditadas con las realizadas en las rías por el Intecmar y en las fábricas por laboratorios sí acreditados y fiables. Un balance injusto motivado por una interpretación desenfocada del principio de precaución.
Pero si hay un caso extremo es el de la pesca extractiva, especialmente en el arte de arrastre de fondo, que ha sido objeto de una campaña sostenida y muy bien organizada que ha conseguido criminalizarlo, extremando la aplicación del principio de precaución con consecuencias que al menos deberían obligar a refundar el debate, como ocurrió en 2011 con la reducción del 93 % de la cuota del lirio para la flota del Cantábrico con base en datos que luego se demostraron erróneos, lo que llevó a elevar el TAC un 800 % en 2012.
Es verdad que la pesca tiene sus peculiaridades, pero lo que no admite duda es que recibe un tratamiento férreo, bajo una presión muy sesgada, con una lectura del principio de precaución más allá de cualquier gradación razonable, y sin consideración alguna a su trascendental incidencia socioeconómica en muchas comunidades costeras.
En un contexto de debate científico no siempre fundado ni transparente, los reguladores se decantan por uno de los operadores -el sector más crítico- frente al sector profesional, cuyos razonamientos han sido sistemáticamente desoídos, reduciendo drásticamente o cerrando pesquerías sin valorar el impacto socioeconómico, y pese a que hay datos fiables que demuestran que se puede faenar de una manera sostenible y regular el sector mediante una gestión realmente basada en un conocimiento científico que ha demostrado ser capaz de identificar y excluir las zonas vulnerables, operar generalmente en fondos de reducido valor ecológico, y garantizar en definitiva una pesca respetuosa con el medio natural y sostenible.
En resumen
1º El principio de precaución es un instrumento válido y eficaz en el objetivo, absolutamente loable, de preservar el medio natural. Todos los operadores económicos deben ser conscientes de la necesidad de la sostenibilidad en sus operaciones, muy especialmente aquellos que viven de la legítima explotación de recursos naturales. Sin embargo, debe ser aplicado de una manera proporcionada y coherente, en la línea definida por las principales convenciones medioambientales.
2º El foco del análisis debe situarse en el estado de la ciencia, en los conocimientos de los que se dispone en el momento de la toma de decisiones administrativas, utilizando las herramientas existentes y los criterios más solventes y contrastados, sin miedo a entrar a valorar, en caso necesario, la solvencia técnica de los estudios en liza cuando haya contradicción, priorizando en la medida de lo posible la fiabilidad de los autores y la ausencia de sesgo. En cualquier caso, Río y las demás convenciones postulan la entrada en juego del principio de precaución siempre y cuando se dé la premisa de que no haya una certeza científica absoluta de los riesgos de la actividad. Lo cual está indicando, sensu contrario, que sí debe existir un mínimo de certeza, por debajo de absoluta pero científicamente sólida, de la existencia de dichos riesgos.
3º En consecuencia, la precaución no es un escudo tras el cual puedan excusarse por sistema las autoridades para eludir decisiones más o menos incómodas, sino un recurso subsidiario al que se ha de acudir cuando realmente no haya un conocimiento científico solvente que aporte un cierto grado de “certeza” sobre los riesgos e impactos de un determinado proyecto o actividad.
4º En cualquier caso, en su acción de gobierno los poderes públicos pueden legítimamente ponderar el balance coste- beneficio, graduándolo con criterios técnicos pero también políticos, en aras de la consecución del interés general.
Fernando Otero Lourido
Abogado
Artículo publicado en la revista Industrias Pesqueras