Cómo criar un pescado de calidad

Miércoles, 16 Julio, 2014

El planeta produce ya más pescado de acuicultura que carne de vacuno. Y esto no ha hecho más que empezar.

En un oscuro almacén de las estribaciones de las montañas Blue Ridge, en Virginia, Bill Martin coge un cubo de gránulos marrones y los arroja a un largo estanque de hormigón.

La superficie del agua se torna un hervidero de tilapias blancas del tamaño de un plato llano. Martin, director de Blue Ridge Aquaculture, una de las explotaciones piscícolas cubiertas más grandes del mundo, sonríe ante tal voracidad.

«Estos son los peces de san Pedro, los que usó Jesucristo para dar de comer a la multitud», dice, y su voz ronca resuena como la de un predicador. Pero a diferencia de Jesucristo, Martin no regala el pescado. Cada día vende 5.000 kilos de tilapia viva a empresas especializadas en productos asiáticos situadas en ciudades como Washington, D.C., y Toronto, y proyecta abrir otra piscifactoría en la Costa Oeste. «Mi modelo es la industria avícola -dice-, con la diferencia de que nuestros peces están completamente felices.»
«¿Cómo sabe que están felices?», pregunto, y constato que el manto de tilapias que cuajan la superficie parece tener suficiente consistencia para soportar los paseos de san Pedro en persona.

«Por lo general, si son infelices te lo demuestran muriéndose -responde Martin-. Y a día de hoy no he perdido un solo estanque.»

Un polígono industrial de la región de los Apalaches no parecería el contexto lógico para criar unos cuantos millones de peces nativos del Nilo, pero hoy las piscifactorías a escala industrial surgen por doquier.

La acuicultura se ha multiplicado aproximadamente por 14 desde 1980. En 2012 la producción mundial de la acuicultura -que incluye desde salmones plateados hasta los antiestéticos pepinos de mar, que solo podrían fascinar a un cocinero chino- alcanzó los 66 millones de toneladas, sobrepasando claramente la producción de carne de vacuno por primera vez en la historia y aportando casi la mitad de todo el pescado y marisco consumido en el planeta. Se prevé que la demanda aumente un 35 % o más en los próximos 20 años, impulsa­da por el crecimiento demográfico, el incremento de las rentas y la creencia de que los productos del mar son buenos para el corazón. Dado que las capturas mundiales de pescado salvaje están estancadas, los expertos afirman que prácticamente todo el pescado y marisco que se incorporará a la dieta será de acuicultura.«Es imposible que obtengamos del pescado salvaje todas las proteínas que necesitamos -asegura Rosamond Naylor, experta en políticas alimentarias de la Universidad Stanford, tras sus investigaciones en el campo de los sistemas de acuicultura-. Pero la opinión pública recela de que convirtamos también el océano en una granja de engorde intensivo, por lo que exige que las cosas se hagan bien desde el principio.»

La nueva «revolución azul», que ha surtido los congeladores de las tiendas de comestibles de gambas, tilapias y salmones al vacío a muy buen precio, ha traído consigo muchos de los per­juicios que la agricultura causa a la tierra: destrucción del hábitat, contaminación del agua y problemas de seguridad alimentaria. En los años ochenta se arrasaron vastas superficies de manglares tropicales para instalar las explotaciones de las que hoy sale una gran proporción de las gambas que se producen en el mundo. La conta­minación causada por la acuicultura -un cóctel pútrido de nitrógeno, fósforo y peces muertos- es ya una amenaza generalizada en Asia, de donde procede el 90 % de los peces de piscifactoría. Para que los peces sobrevivan en unos recintos en los que están hacinados, algunos piscicultores asiáticos recurren a antibióticos y pesticidas prohibidos en Estados Unidos, Europa y Japón.
Y los problemas no se restringen a Asia. La moderna industria salmonera, que en las últimas tres décadas no ha parado de instalar jaulas rebosantes de salmones atlánticos en fiordos prístinos desde Noruega hasta la Patagonia, sabe muy bien lo que son los parásitos, la contaminación y las enfermedades. En 2012 las piscifactorías salmoneras escocesas vieron cómo casi el 10 % de sus peces sucumbían a la enfermedad amebiana de las branquias. Se calcula que los criadores de salmones chilenos han dejado de ingresar casi 1.500 millones de euros desde 2007 por causa de la anemia infecciosa. En 2011 una epidemia prácticamente aniquiló la industria del camarón en Mozambique.

El problema no radica en el milenario arte de la acuicultura en sí mismo, sino en su rápida in­­tensificación. Los acuicultores chinos empezaron a criar carpas en sus arrozales hace al menos 2.500 años, pero hoy, cuando el país genera 42 millones de toneladas anuales de producto acuícola, las piscifactorías ocupan muchos ríos, lagos y costas. A la hora de poblar sus estanques los piscicultores optan por variedades de carpas y tilapias de crecimiento rápido, a las que suminis­tran pienso concentrado para que alcancen el máximo desarrollo en el mínimo tiempo posible.

«Me influyó mucho la revolución verde de los cereales y el arroz», explica Li Sifa, ictiogene­tista de la Universidad Oceánica de Shanghai. A Li se le conoce como «el padre de la tilapia» por haber desarrollado la variedad de crecimiento rápido que hoy vertebra la industria tilapiera china, con una producción de 1,5 millones de toneladas anuales, buena parte de ellas para exportar. «Es muy importante que la simiente sea buena -dice Li-. Sobre una variedad ventajosa puede levantarse un sector potente capaz de alimentar a más personas. Esa es mi obligación. Crear un pescado mejor, más abundante, para que los acuicultores se enriquezcan y la población tenga más que llevarse a la boca.»

¿Cómo lograrlo sin propagar enfermedades y extender la contaminación? Para Bill Martin, el criador de tilapias, la solución es sencilla: criar los peces en estanques construidos en tierra firme, no en jaulas instaladas en lagos o en el mar. «Las jaulas son un caos -afirma Martin-. Piojos marinos, enfermedades, peces que se escapan, peces que se mueren... Compare esto con un entorno controlado al cien por cien, que además reduce el impacto sobre los océanos a lo que seguramente sea el mínimo posible.»

Sin embargo, su piscifactoría no es precisamente inofensiva para la tierra y el aire, y su gestión no tiene nada de barata. Para mantener a los peces con vida, necesita un sistema de tratamiento de aguas digno de una pequeña ciudad; la electricidad que lo alimenta proviene de la combustión de carbón. Martin hace recircular alrededor del 85 % del agua de sus estanques; el resto -cargado de amoníaco y de excrementos de peces- acaba en la planta de tratamiento de aguas residuales de la zona, mientras que los desechos sólidos voluminosos van directos al vertedero. Para reponer el agua perdida, extrae más de un millón de litros diarios de un acuífero subterráneo. Su objetivo es recircular el 99 % del agua y producir su propia electricidad de bajas emisiones de carbono secuestrando metano de los residuos.

Pero aún faltan años para que pueda cumplir esas metas. Y aunque Martin está convencido de que el futuro son los sistemas de recirculación, hasta la fecha la suya es una de las contadas empresas que producen pescado -salmón, cobia y trucha- en estanques en tierra firme.

A 13 kilómetros de la costa de Panamá, Brian O'Hanlon avanza justo en la dirección contraria. Un tranquilo día de mayo, el director de 34 años de Open Blue y yo estamos tendidos en el fondo de una gigantesca jaula poliédrica, 20 metros por debajo de la superficie azul cobalto del mar Caribe, contemplando las lentas e hipnóticas evoluciones de las 40.000 cobias que contiene. Las burbujas de nuestros reguladores de buceo ascienden a su encuentro; una cobia se detiene para observar mi máscara de submarinista. A diferencia de las tilapias de Martin e incluso de los salmones de una granja comercial, estos juveniles de cuatro kilos de peso tienen espacio de sobra.

O'Hanlon, pescadero de tercera generación nacido en Long Island, se crió jugando en la célebre Lonja de Pescado de Fulton, en Nueva York. La caída en picado de la pesquería de bacalao del Atlántico Norte y los aranceles a la importa­ción de salmón noruego que tuvieron lugar a principios de los años noventa llevaron el negocio familiar a la quiebra. Su padre y sus tíos no dejaban de repetir que el futuro del sector estaba en la piscicultura. Así fue cómo O'Hanlon, todavía adolescente, empezó a criar pargo rojo en un tanque gigante instalado en el sótano de su casa.

Hoy, desde un lugar en el mar frente al litoral panameño, dirige la explotación piscícola en mar abierto más grande del mundo. Tiene unos 200 empleados, un gran criadero en tierra y una flota de lanchas de color naranja que atienden una docena de macrojaulas, que en total contienen más de un millón de cobias. Pez popular en la pesca deportiva, la cobia apenas se ha pescado con fines comerciales -ya que en estado salvaje es una especie solitaria-, pero su explosiva tasa de crecimiento le granjea gran predicamento entre los piscicultores. Al igual que el salmón, contiene una cantidad muy elevada de los tan saludables ácidos grasos omega-3 y produce unos filetes blancos, suaves y oleosos que O'Hanlon define como el lienzo perfecto para el chef más exquisito. El año pasado despachó 800 toneladas de cobia a restaurantes de gran categoría de Estados Unidos. Espera doblar la cifra el año próximo... y por fin tener beneficios.

En mar abierto los costes de mantenimiento y de gestión se disparan. Mientras que los criaderos de salmón suelen estar próximos a la costa, al abrigo de ensenadas, las olas que sacuden las jaulas de O'Hanlon pueden superar los seis metros. Pero todo ese movimiento de aguas es precisamente lo que busca: usa la dilución para evitar la contaminación y las enfermedades. Sus jaulas no solo presentan una densidad de ocupación muchísimo menor que la de la típica ex­­plo­­tación salmonera, sino que, además, al es­tar en aguas profundas, las corrientes y el oleaje renuevan el agua constantemente. De momento O'Hanlon no ha tenido que administrar antibióticos a las cobias, y un estudio de la Universidad de Miami no ha detectado el menor rastro de excrementos de peces fuera de sus jaulas. Los investigadores sospechan que las heces diluidas son pasto del plancton, famélico por la exigüidad de nutrientes en mar abierto.

«Esto es el futuro -afirma, una vez que nos hemos despedido de las cobias y volvemos a estar a bordo de su lancha naranja-. Esto es lo que tendrá que hacer el sector si pretende seguir expandiéndose, sobre todo en los trópicos.» Los sistemas de recirculación como los de Martin, añade, jamás producirán suficiente biomasa. «Es imposible que produzcan lo suficiente para satisfacer la demanda del mercado. Y para hacerlos rentables, hay que convertirlos en granjas de engorde intensivo, tan abarrotadas de peces que la única meta es conseguir que no se mueran todos. No es el mejor entorno posible.»
Ya se críen en una jaula en mar abierto o en un estanque con sistemas de filtración en tierra firme, a los peces hay que alimentarlos. Y en este sentido presentan una gran ventaja con respecto a los animales terrestres: comen mucho menos. Los peces necesitan menos calorías, porque son animales de sangre fría y porque la sustentación del agua juega a su favor contra la gravedad. Para producir un kilo de pescado de acuicultura se necesita en torno a un kilo de pienso, mientras que hacen falta casi dos kilos de pienso para producir un kilo de pollo, alrededor de tres para producir uno de cerdo, y unos siete para producir uno de vacuno. Como fuente de proteína animal capaz de satisfacer las necesidades alimenticias de 9.000 millones de personas, pero minimizando a la vez las exigencias impuestas a los recursos del planeta, la acuicultura -en especial de omnívoros como la tilapia, la carpa y el pez gato- parece una opción prometedora.
Sin embargo, algunos de los peces de piscifac­toría que los consumidores acomodados comen con fruición no están libres de desventajas: son carnívoros voraces. El rapidísimo ritmo de crecimiento que hace de la cobia una buena especie para la cría se basa, en su estado salvaje, en una dieta de peces más pequeños o de crustáceos, que le aportan la mezcla perfecta de nutrientes, entre ellos los ácidos grasos omega-3 tan loados por los cardiólogos. Los criadores de cobia, como O'Hanlon, alimentan a sus peces con piensos granulados que contienen hasta un 25 % de harina de pescado y un 5 % de aceite de pescado; el resto corresponde en su mayoría a nutrientes derivados de los cereales. La harina y el aceite provienen de especies forrajeras, como la sardina y la anchoa, que se concentran en enormes bancos en el Pacífico frente a las costas de América del Sur. Estos caladeros de peces forrajeros se cuentan entre los más grandes del mundo, pero suelen registrar colapsos espectaculares.

Desde el año 2000 la proporción de las capturas de especies forrajeras destinada a la acuicultura casi se ha duplicado. Esta actividad absorbe hoy cerca del 70 % de la harina de pescado producida en el mundo y casi el 90 % del aceite de pescado. Tan activo es este mercado que muchos países envían barcos a la Antártida para capturar más de 200.000 toneladas anuales del minúsculo krill, alimento básico de pingüinos, focas y ballenas. Aunque buena parte del krill termina en productos farmacéuticos y de­más, a ojos de los detractores de la acuicultura secuestrar el primer eslabón de la cadena trófica para producir a mansalva filetes de proteína relativamente barata es una locura ecológica.

En su defensa cabe decir que los acuicultores han avanzado en el camino de la eficiencia, criando especies omnívoras como la tilapia y optando por piensos que contienen soja y otros cereales; el pienso actual para salmones, por ejemplo, no contiene más de un 10 % de harina de pescado. La cantidad de peces forrajeros consumidos por kilo producido ha descendido aproximadamente un 80 % en los últimos 15 años. Podría bajar mucho más, apunta Rick Barrows, quien lleva 30 años desarrollando piensos para peces en su laboratorio de Bozeman, Montana, perteneciente al Departamento de Agricultura de Estados Unidos. «Los peces no necesitan harina de pescado -dice Barrows-. Necesitan nutrientes. Llevamos 12 años alimentando a la trucha arcoíris con una dieta prácticamente vegetariana. Si se quisiese, la harina de pescado podría eliminarse por completo de la acuicultura hoy mismo.»

Reemplazar el aceite de pescado es más complicado, debido al tan preciado omega-3. En el mar estos ácidos grasos los generan las algas; de ellas pasan a la cadena alimentaria y con cada eslabón se acumulan en mayor concentración. Algunas compañías alimentarias ya extraen el omega-3 directamente de las algas (el mismo proceso utilizado para añadir omega-3 a los huevos y el zumo de naranja). Esta opción presenta el beneficio añadido de reducir el DDT, los PCB y las dioxinas que también pueden acumularse en el pescado de piscifactoría. Una solución todavía más rápida, añade Rosamond Naylor desde Stanford, sería modificar genéticamente el aceite de colza para que produjera niveles elevados de omega-3.
A la hora de la verdad, quizá para el planeta sea más importante decidir con qué se alimenta a los peces de acuicultura que dónde ubicar las explotaciones piscícolas. «La filosofía de trasladarse a mar abierto o a tierra firme no se debe al hecho de que hayamos agotado el espacio costero», dice Stephen Cross, de la Universidad de Victoria en la Columbia Británica, quien durante decenios ejerció de asesor medioambiental para la industria acuícola. Aunque la contaminación de los criaderos de salmón, situados en la costa, empañó la reputación de todo el sector, explica Cross, en estos momentos hasta las granjas salmoneras producen entre 10 y 15 veces más que en las décadas de 1980 y 1990 y contaminan infinitamente menos. En un remoto confín de la isla de Vancouver, Cross está ensayando una alternativa nueva y aún más inofensiva.

Y para ello se inspira en la antigua China. Hace más de un milenio, durante la dinastía Tang, los agricultores chinos desarrollaron un sofisticado policultivo de carpas, cerdos, patos y vegetales en sus miniexplotaciones familiares. Usaban los excrementos de los patos y los cerdos como abono para las algas del estanque, de las que se alimentaban las carpas. Después incorporaban estos peces omnívoros a los arrozales inundados, donde engullían plagas de insectos y malas hierbas, además de fertilizar el arroz, hasta que les llegaba el momento de convertirse también ellos en alimento. Este policultivo de carpa y arroz devino pilar de la dieta tradicional china de arroz y pescado, que durante siglos dio sustento a mi­­llones de chinos. Aún se practica en más de tres millones de hectáreas de arrozales del país.

En un fiordo de la Columbia Británica, Cross ha ideado su propio policultivo. Solo suministra alimento a una especie, un brillante y robusto nativo del Pacífico Norte llamado bacalao negro. A poca distancia de las jaulas, corriente abajo, ha colgado una serie de cestas llenas a rebosar de berberechos, ostras, vieiras y mejillones de la zona que se nutren de las finas excreciones orgánicas de los peces. Junto a las cestas cultiva kombu de azúcar, un alga que se usa para preparar sopas y sushi y para producir bioetanol; estas plantas acuáticas filtran el agua aún más de lo que lo han hecho los moluscos, convirtiendo casi todos los nitratos y el fósforo remanentes en tejido vegetal. En el lecho marino, 25 metros por debajo de las jaulas de los peces, unos pepinos de mar (considerados un manjar en China y Japón) absorben los desechos orgánicos más pesados que las otras especies no consumen. Su sistema, declara Cross, podría instalarse en cualquier piscifactoría, independientemente del pez que se cultive, pues actuaría como un macrofiltro del agua que aumentaría la producción de alimento y por ende los beneficios. «Nadie se mete en esto si no es para hacer dinero -añade-. Pero no se puede pensar solo en volumen de producción. Nosotros tenemos en cuenta la calidad, la diversidad y la sostenibilidad.»

Perry Raso, de Matunuck, Rhode Island, lleva un monocultivo, no un policultivo, pero no proporciona alimento alguno a sus animales acuícolas, y eso que tiene 12 millones de ellos. Raso es ostricultor, miembro de la nueva generación de criadores de marisco que han recibido elogios casi universales, desde el programa Seafood Watch del Acuario de la Bahía de Monterey hasta el nuevo Aquaculture Stewardship Council, que acaba de publicar sus primeros están­dares para la cría de marisco. Una de las claves de la sostenibilidad, advierten estos colectivos, es aprender a alimentarse de productos situados en eslabones más bajos de la cadena trófica.

El marisco está a tan solo un eslabón de la base. Y además de criar un producto sano, bajo en grasas y rico en omega-3, las granjas marisqueras limpian el agua del exceso de nutrientes.

Raso fundó su explotación en el último año de carrera y pronto estaba vendiendo sus ostras en los mercados de productores, directamente al público. «Al principio pensaba: "Qué hago yo con esta panda de ecologetas" -recuerda-. Pero empecé a ganar más, a comer producto local, y aquello estaba de vicio.» Ahora recibe en verano 800 comensales al día en la ostrería Matunuck. La Universidad de Rhode Island lo ha enviado a dar cursos a África, donde la acuicultura se está expandiendo y la población necesita de­­ses­­peradamente proteínas asequibles y saludables.

Unos cientos de kilómetros al norte, en las aguas gélidas y cristalinas de la bahía de Casco, en Maine, Paul Dobbins y Tollef Olson han descendido aún más en la cadena trófica. Tras presenciar cómo la clausura de las pesquerías se llevaba por delante las comunidades costeras de Maine, en 2009 pusieron en marcha la primera granja comercial de kelp de Estados Unidos. Empezaron con 900 metros lineales y el año pa­sado tenían 9.000, cosechando tres especies que pueden crecer hasta 13 centímetros al día, incluso en invierno. Su empresa, Ocean Approved, vende el kelp como un producto supernutritivo y congelado in situ, un ingrediente perfecto para ensaladas, menestras y pasta, a restaurantes, escuelas y hospitales de la costa de Maine. Han visitado la explotación delegaciones de China, Japón y Corea del Sur: en Asia oriental el sector de las algas mueve 3.600 millones de euros.

¿Nos tiramos todos a comer kelp? «Nosotros lo llamamos la verdura perfecta -dice Dobbins-, porque somos capaces de crear un alimento nutritivo sin tierra arable, sin agua dulce, sin abonos y sin pesticidas. Y mientras lo hacemos, contribuimos a limpiar el mar. Creemos que el océano lo ve con buenos ojos.»